Al colgar el post anterior me dije a mí misma que como echaba tanto de menos escribir en más de 140 caracteres iba a volver a bloguear en serio, pero luego empezó el viaje y me entró ese alivio tan característico de pasar de los dispositivos móviles y casi ni encendí el móvil ni el iPad, así que ahora me veo con la obligación de contarlo a toro pasado.
A estas horas de la semana pasada estaba sentada en el aeropuerto de Jacksonville medio dormida, resacosa e intentando recordar cómo había bajado del barco (sin demasiado éxito). Pero empecemos por el principio, que ya habrá tiempo de hablar del mal de tierra.
A estas horas de la semana pasada estaba sentada en el aeropuerto de Jacksonville medio dormida, resacosa e intentando recordar cómo había bajado del barco (sin demasiado éxito). Pero empecemos por el principio, que ya habrá tiempo de hablar del mal de tierra.
El lunes llegamos a Miami por la noche después de un estrés importante en el aeropuerto de NYC gracias a la hora de retraso que tuvimos en Barajas y a las colas interminables en inmigración a pesar de llevar el papelito que supuestamente nos daba prioridad. Llegamos a la puerta de embarque según empezaban a entrar los pasajeros. Viajar con escalas tan cortas me acaba gustando porque soy una adrenaline junkie, pero estoy segura de que me quita años de vida.
Al llegar elegimos coche por la existencia o no de entradas aux para la musiquita (prioridades) y pusimos rumbo hacia South Beach. El hotel era de estilo art déco, como el resto de la zona, y nos dieron unas tarjetas-llave dignas de puticlub, con fotos de unas churris rollo sombras de Gray que daba vergüenza sacar.
Después de aparcar salimos a dar una vuelta por la zona, pasando por delante de la casa de Versace y esquivando camareros que nos achuchaban para entrar en sus restaurantes/bares/etc. Un rollo Benidorm bastante horripilante con cócteles de medio litro con dos coronitas metidas en el vaso. Todo un esperpento para alguien tan fina como yo. Como era tarde, los sitios más apetecibles estaban cerrados y acabamos en un restaurante tirando a chusco/tourist trapero y volvimos al hotel un tanto horrorizados al ver que los bares que recomendaban como antros rockeros tenían noches de mariconeo los lunes y música techno insufrible.
Al llegar elegimos coche por la existencia o no de entradas aux para la musiquita (prioridades) y pusimos rumbo hacia South Beach. El hotel era de estilo art déco, como el resto de la zona, y nos dieron unas tarjetas-llave dignas de puticlub, con fotos de unas churris rollo sombras de Gray que daba vergüenza sacar.
Después de aparcar salimos a dar una vuelta por la zona, pasando por delante de la casa de Versace y esquivando camareros que nos achuchaban para entrar en sus restaurantes/bares/etc. Un rollo Benidorm bastante horripilante con cócteles de medio litro con dos coronitas metidas en el vaso. Todo un esperpento para alguien tan fina como yo. Como era tarde, los sitios más apetecibles estaban cerrados y acabamos en un restaurante tirando a chusco/tourist trapero y volvimos al hotel un tanto horrorizados al ver que los bares que recomendaban como antros rockeros tenían noches de mariconeo los lunes y música techno insufrible.
El martes nos despertamos pronto y fuimos a los Everglades. Cuando le preguntamos a Google por la zona encontramos un par de rutas chulas para hacer a pie y descarté hacer una ruta en airboat por el impacto medioambiental. (Descarté en singular porque fue imposición mía. Soy así de nazi.) Estuvimos un par de horas explorando el Anhinga Trail, viendo pájaros up close and personal y a bastantes alligators dentro y fuera del agua - con mi consiguiente nerviosismo y excitement.
De vuelta a Miami pasamos por Robert is Here, un puesto/tienda ecológica con frutas de tamaño libro Guinness donde hacían batidos maravillosos que fuimos sorbiendo hasta llegar a la playa. Nos dimos un baño sorprendidos por lo calentita que estaba el Atlántico en febrero. Who'da thunk?!
Antes de volver al hotel pasamos por Wynwood, un barrio en el que se han asentado los artistas y está lleno de graffitis super currados y galerías de arte. Dimos una vuelta por Peter Tunney experience y me lo quise comprar todo y odié no ser millonaria. Por la noche cenamos por allí (después de salir a correr por South Beach) y las experiencias del día me reconciliaron un poco con la ciudad.
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